Era una plaza bastante concurrida. Yo estaba sentada al sol, detrás de mis gafas, sin prestar atención a las palabras que revoloteaban a mi alrededor. No podía dejar de escuchar su música. Rasgaba las cuerdas con dedos tan ágiles, que no pude evitar imaginármelos acarrando notas de mi cuerpo. Iba bien vestido, no encajaba sentado en aquel banco de aquella plaza. Me encantaba. Dos inadaptados en un lugar que no les correspondía pero que eligieron tomar en un momento dado. Se me antojó libre y misterioso. Sonreía mientras tocaba. Me pareció la sonrisa más bonita de aquel mundo. En mi mente, besaba con pasión -y un poco de ternura- su tersa piel. Quería que su música me acariciara. Que me envolviera la sinfonía de sus brazos. Que sus labios me sostuvieran en el cielo, un segundo, antes de dejarme caer sobre un lecho de plumas blancas.
Tuve que hacerlo. Me levanté, me acerqué con paso decidido y le acaricié suavemente la espalda. Nuestras miradas se cruzaron, se posaron mis labios en su oído y lentamente, le susurraron: llámame.